martes, 12 de mayo de 2009

La chica de ayer

Primera hora de la mañana. Me hago mi café y pongo el telenoticias. De nuevo imágenes de Antonio Vega –fallecido ayer– en alguno de sus conciertos. No me desagrada su música y le rindo mi pequeño homenaje descargándome La chica de ayer y Azul, mis dos preferidas. Continúo con mi café mientras hojeo el País Dominical –sí, un miércoles, así voy–. Sin embargo, vuelvo a atender al televisor porque, entre vídeos del cantante de La Movida e imágenes de los bilbaínos que ya están en Valencia, escucho una noticia sobre el lanzamiento de gases tóxicos en una escuela afgana de mujeres por parte de talibanes. No son más que hijos de puta (aunque les dará igual un insulto así). ¿Por qué? Pues porque piensan que la mujer pertenece a una clase subhumana, y no debe tener derecho a la escolarización. Por eso atacan colegios de chicas. Ello me hace pensar que no deben tener mucho aprecio a sus madres.

La noticia apenas dura treinta segundos –supongo que el jefe de redacción habrá pensado que eran más importantes otras cuestiones del día–. No me enfado, ya que por lo menos lo han dado, y voy directo a mi ordenador para informarme sobre la situación de las mujeres en Afganistán y otros lugares del mundo. Lo que me encuentro no es agradable –como ya preveía–, menos mal que sólo desayuno un cortado, porque lo que viene a continuación, señoras/es, revuelve las tripas.
A la izquierda, dos fotografías de mujeres afganas maltratadas a manos de sus maridos, o manos de unos desgraciados si lo prefieren. Y el rostro no se te queda así por recibir un puñetazo. Estas mujeres han recibido puñetazos desde que se casaron –en esos países, a los quince años–, han sido rociadas con aceite hirviendo o con ácido, y así todas las vejaciones que se les ocurran. Ellas, por suerte o por desgracia, han sido rescatadas por alguna ONG o por algún periodista despistado, sin embargo, en Afganistán ocho de cada diez mujeres reciben malos tratos, por no hablar de la falta de derechos como la enseñanza, la falta de libertades como salir a la calle y el inútil velo que las convierte en seres anónimos, sin identidad, sin rostro, esclavas de por vida.

Más abajo a la derecha, Asha, somalí de 24 años, lapidada. Su “delito” fue haber sido violada. Para los que no lo sepan –o no quieran saberlo– la lapidación consiste en matar a alguien (normalmente una mujer) a pedradas. El castigo consiste en enterrar, o no, medio cuerpo de la condenada, cubrirla con una tela, o no, y a continuación una multitud se pone en frente y se dedica a lanzar piedras hasta que el “saco enterrado” (la mujer acusada) deja de moverse, lo cuál significa que está muerta. Se aplica a las mujeres que han cometido supuestamente adulterio –“poner los cuernos” –. En Somalia, como en Nigeria, Afganistán, y muchos otros países, este tipo de condenas son habituales.

Como podéis comprobar, hoy “me asomo a la ventana” y no veo a la chica de ayer, me choco de morros con la pura realidad. Cruel, injusto, desigual, despreciable, abominable, desagradable, así es el mundo, y así se lo hemos contado, tan crudo como es. Ayer murió un símbolo del pop; hoy, y cada día, mueren símbolos de la dignidad humana, de la libertad, porque la muerte de una mujer por malos tratos o por lapidación, no es un simple asesinato, es una tragedia, un atentado contra la condición humana.

Antonio, descansa en paz, ya no tendrás que ver la cantidad de mierda que hay en este mundo. “La luz de la mañana entra en la habitación...”

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