jueves, 25 de junio de 2009

Uno de esos días

Cuando alguien acaba su primer año de carrera, lo que suele hacer la primera noche después de exámenes es salir con los amigos y emborracharse. Pues bien, eso es lo que hice. Pero, la siguiente noche, uno (o quizás los más aburridos) tiene uno de esos días: se plantea por qué estudiar esa carrera. La respuesta es difícil, porque siempre que respondes a algo te imaginas lo que vendrá después. En este caso, pienso en mi futuro y me imagino viajando por el mundo, escribiendo artículos sobre lo que sucede por allí donde piso, para luego publicar esos artículos en algún diario serio, como El País.

Pero imaginar algo así es desear el paraíso, y para alcanzarlo no creo que se tenga que estudiar ninguna carrera, aunque periodismo parezca el camino más adecuado para lograr esa meta. Sin embargo, cuando uno se matricula de periodismo, por vocación, es porque ama hacer lo que le gusta (escribir), por más que sean noticias regionales en un periódico de segunda. Como diría Ben Bradlee: “Uno de los placeres del periodismo es que nunca sabes de qué vas a escribir cuando vas al trabajo. Eso es lo excitante”. Y tiene toda la razón. Cuando uno quiere ser periodista de verdad no piensa en pasar ocho horas en una oficina reescribiendo notas de prensa, sino que quiere ir más allá, salir a la calle y saber qué sucede en un mundo loco, quiere llegar hasta el final de sus historias y, sobre todo, se siente la persona encargada de ofrecer a la sociedad un derecho imprescindible: la información. Ser periodista no es sólo un trabajo, y menos un trabajo para ser rico; ser periodista es una forma de vivir. Cuando eliges prepararte para este oficio, estás renunciando a muchas cosas en un futuro, pero no puedes pensar en ello, porque sino ya estás dudando. Por eso prefiero no seguir por ahí.

En periodismo, como en todas las cosas, existen dos caminos: el fácil, agarrarse a la primera oportunidad y limitarse a escalar para lograr un puesto mejor; y el difícil, luchar por cumplir tus sueños. Esta supongo que será la próxima decisión que deba tomar dentro de pocos años. La vida está llena de decisiones y siempre que te enfrentas a algunas crees que es lamás importante de tu vida, hasta que aparece la siguiente. Primero debes escoger si juntarte con unos amigos o con otros, si salir con esa chica o no, si dejarla o no, si tirarse a la supuesta “buena vida” o seguir estudiando, si hacer el bachillerato social o humanístico (el científico y el tecnológico no los haría ni loco, soy muy malo en mates, así que no fue un problema), si hacer una carrera u otra, así hasta llegar a la decisión que deberé tomar pronto.

No obstante, antes de ese momento, creo que tomé la decisión más acertada de mi vida: estudiar periodismo. Y ¿por qué? Porque cuando tenía seis años tuve un esguince de tobillo que me dejó varias semanas sin poder jugar a fútbol. Me pasaba las horas del patio aburrido en la banda, hasta que un día empecé a explicar (o retrasmitir) en voz baja el partido que jugaban mis amigos, ¡y me entretenía! Ahí empezó todo. Luego, con ocho años, descubrí que lo mío era escribir. Me pasaba largas horas escribiendo la redacción semanal que debíamos entregar, sólo para que la profesora leyera la mía en voz alta y todos mis compañeros se entretuvieran con esas historias. Así hasta hoy: estudiante de periodismo y pluriempleado sin cobrar en la mitad de mis trabajos: un “matao” en definitiva. Y todo ¿para qué? ¿Para ser rico? ¿Para ser conocido? ¿Para tener un trabajo tranquilo? No, no y no. Todo eso para que el día de mañana sea la persona que ahora deseo ser, para llevar la vida que hoy me gustaría tener y para levantarme cada mañana pensando que soy afortunado por hacer lo que soñé cuando tenía seis años.

Aprovecho todo este rollo, justo antes de que miles de personas decidan su carrera, porque aunque nadie lea este blog, quiero mandar un consejo al aire: si cuando teniáis cinco, seis o ocho años os gustaba arreglar juguetes, ser mecánicos; si os gustaba salir en todos los vídeos familiares, ser actores y si os gustaba curar los rasguños de los demás, ser médicos. En resumen, la idea es que creo que hay que tomar las decisiones por aquello que sientes (y los sientes con todas tus fuerzas), sin miedo a estrellarte. Mejor intentarlo que no pasarse la vida pensando en lo que podrías haber sido, pero no fuiste ni serás por miedo a salir perdiendo.

viernes, 5 de junio de 2009

La migala

Corría semidesnudo, apenas una hoja de plátano cubría mi entrepierna. Detrás de mí una enorme y ponzoñosa migala agitaba sus patas para alcanzarme. Notaba el aliento cálido y maloliente del animal, como aquella vez que iba en el metro en hora punta. Mis piernas eran dos palos de madera cavados en un tronco. Cada vez que pisaba el árido suelo se levantaba a mis pies una nube polvo fino. Entonces me acordé del día que hice mi primera comunión, y del dolor de pies que me producían aquellos zapatos nuevos, y de la pieza de mármol del suelo que miraba mientras el cura oficiaba la ceremonia. Me vino a la mente el color verde vidrio de aquel trozo de suelo, extrañamente más limpio que el resto.
Y no dejaba de correr, cuando de repente me di cuenta de que el paisaje siempre era el mismo, una calle polvorienta y sin asfaltar y a ambos lados del camino siempre la misma casa repetida infinitas veces. Al fondo de todo siempre el mar, quieto, inmenso, como una piscina gigantesca y yo un nadador cogiendo carrerilla para lanzarme en cualquier momento. Cuando giraba la cabeza para fijarme mejor en aquellas casas, se solía asomar alguien conocido: un amigo de hace años, un vecino, un compañero de colegio... y todos me gritaban que corriese más rápido. El cielo estaba repleto de estrellas que crepitaban con fuerza. Era de noche pero había mucha luz, la claridad era deslumbrante y molesta.
Después de horas y horas corriendo pegué un saltó largo y caí al vacío. No sabía cuando me golpearía con algo duro pero deseaba que ese instante llegase lo más pronto posible. No podía seguir viviendo bajo la agonía de la migala, ni del correr sin parar, ni de las casas, ni de aquellos conocidos chillando absurdamente. El peligroso y atroz animal no cayó. En esos segundos de caída libre me di cuenta que estaba rodeado de mar, y que la línea del horizonte siempre estaba a la misma altura, y había 4 soles que se empezaban a asomar por esa raya. Veía el mar como una espada luminosa, radiante. El brillo de las olas producía un cosquilleo molesto en mis ojos, casi más irritante que la propia persecución de la migala.
Entonces volvió a venir a mi cabeza un recuerdo lejano. Esta vez me vino a la mente el día que me bañé por primera vez en la playa. No quería pisar la arena porque pensaba que debajo habría un mundo lleno de insectos, mordiendo los pies de aquellos bañistas despreocupados que caminaban descalzos sobre la arena como si nada. Lo que imaginé que habría es mucho más largo de contar. Finalmente me metí al agua lloriqueando y pegando patadas a los peces imaginarios que se movían debajo de mí. Pasado aquel traumático recuerdo me di cuenta que las piernas se habían desprendido de mi cuerpo y mis brazos se movían como alas. Por un momento pensé que me había transformado en ave, pero seguía teniendo cinco dedos y mi esperanza se desvaneció al instante. Fue cinco segundos más tarde cuando sentí todo mi cuerpo húmedo y una oscuridad eterna.
Abrí los ojos, en mi habitación se colaban por entre los huecos de la persiana los primeros rayos del día. Todo el desorden acumulado durante tantas semanas aparecía bañado por un manto de luz tenue, dorada. Al destaparme un escalofrío recorrió todo mi cuerpo hasta hacerme temblar. Mire hacia el techo y, mientras observaba la familiar mancha de humedad, pensé en todo aquel sueño. Me sentí ridículo y cobarde al haber pasado tanto miedo por una simple imaginación mental. Cerré los ojos con rabia para volver a estar delante de la enorme migala y esta vez enfrentarme a ella, pero resultó imposible. No tuvo más remedio que meter los dos pies en las zapatillas y dirigirme a la cocina, pensando que a la noche siguiente dormiría con un insecticida debajo de la almohada, por si acaso volvía a tener una pesadilla como esa.