Corría semidesnudo, apenas una hoja de plátano cubría mi entrepierna. Detrás de mí una enorme y ponzoñosa migala agitaba sus patas para alcanzarme. Notaba el aliento cálido y maloliente del animal, como aquella vez que iba en el metro en hora punta. Mis piernas eran dos palos de madera cavados en un tronco. Cada vez que pisaba el árido suelo se levantaba a mis pies una nube polvo fino. Entonces me acordé del día que hice mi primera comunión, y del dolor de pies que me producían aquellos zapatos nuevos, y de la pieza de mármol del suelo que miraba mientras el cura oficiaba la ceremonia. Me vino a la mente el color verde vidrio de aquel trozo de suelo, extrañamente más limpio que el resto.
Y no dejaba de correr, cuando de repente me di cuenta de que el paisaje siempre era el mismo, una calle polvorienta y sin asfaltar y a ambos lados del camino siempre la misma casa repetida infinitas veces. Al fondo de todo siempre el mar, quieto, inmenso, como una piscina gigantesca y yo un nadador cogiendo carrerilla para lanzarme en cualquier momento. Cuando giraba la cabeza para fijarme mejor en aquellas casas, se solía asomar alguien conocido: un amigo de hace años, un vecino, un compañero de colegio... y todos me gritaban que corriese más rápido. El cielo estaba repleto de estrellas que crepitaban con fuerza. Era de noche pero había mucha luz, la claridad era deslumbrante y molesta.
Después de horas y horas corriendo pegué un saltó largo y caí al vacío. No sabía cuando me golpearía con algo duro pero deseaba que ese instante llegase lo más pronto posible. No podía seguir viviendo bajo la agonía de la migala, ni del correr sin parar, ni de las casas, ni de aquellos conocidos chillando absurdamente. El peligroso y atroz animal no cayó. En esos segundos de caída libre me di cuenta que estaba rodeado de mar, y que la línea del horizonte siempre estaba a la misma altura, y había 4 soles que se empezaban a asomar por esa raya. Veía el mar como una espada luminosa, radiante. El brillo de las olas producía un cosquilleo molesto en mis ojos, casi más irritante que la propia persecución de la migala.
Entonces volvió a venir a mi cabeza un recuerdo lejano. Esta vez me vino a la mente el día que me bañé por primera vez en la playa. No quería pisar la arena porque pensaba que debajo habría un mundo lleno de insectos, mordiendo los pies de aquellos bañistas despreocupados que caminaban descalzos sobre la arena como si nada. Lo que imaginé que habría es mucho más largo de contar. Finalmente me metí al agua lloriqueando y pegando patadas a los peces imaginarios que se movían debajo de mí. Pasado aquel traumático recuerdo me di cuenta que las piernas se habían desprendido de mi cuerpo y mis brazos se movían como alas. Por un momento pensé que me había transformado en ave, pero seguía teniendo cinco dedos y mi esperanza se desvaneció al instante. Fue cinco segundos más tarde cuando sentí todo mi cuerpo húmedo y una oscuridad eterna.
Abrí los ojos, en mi habitación se colaban por entre los huecos de la persiana los primeros rayos del día. Todo el desorden acumulado durante tantas semanas aparecía bañado por un manto de luz tenue, dorada. Al destaparme un escalofrío recorrió todo mi cuerpo hasta hacerme temblar. Mire hacia el techo y, mientras observaba la familiar mancha de humedad, pensé en todo aquel sueño. Me sentí ridículo y cobarde al haber pasado tanto miedo por una simple imaginación mental. Cerré los ojos con rabia para volver a estar delante de la enorme migala y esta vez enfrentarme a ella, pero resultó imposible. No tuvo más remedio que meter los dos pies en las zapatillas y dirigirme a la cocina, pensando que a la noche siguiente dormiría con un insecticida debajo de la almohada, por si acaso volvía a tener una pesadilla como esa.
Y no dejaba de correr, cuando de repente me di cuenta de que el paisaje siempre era el mismo, una calle polvorienta y sin asfaltar y a ambos lados del camino siempre la misma casa repetida infinitas veces. Al fondo de todo siempre el mar, quieto, inmenso, como una piscina gigantesca y yo un nadador cogiendo carrerilla para lanzarme en cualquier momento. Cuando giraba la cabeza para fijarme mejor en aquellas casas, se solía asomar alguien conocido: un amigo de hace años, un vecino, un compañero de colegio... y todos me gritaban que corriese más rápido. El cielo estaba repleto de estrellas que crepitaban con fuerza. Era de noche pero había mucha luz, la claridad era deslumbrante y molesta.

Entonces volvió a venir a mi cabeza un recuerdo lejano. Esta vez me vino a la mente el día que me bañé por primera vez en la playa. No quería pisar la arena porque pensaba que debajo habría un mundo lleno de insectos, mordiendo los pies de aquellos bañistas despreocupados que caminaban descalzos sobre la arena como si nada. Lo que imaginé que habría es mucho más largo de contar. Finalmente me metí al agua lloriqueando y pegando patadas a los peces imaginarios que se movían debajo de mí. Pasado aquel traumático recuerdo me di cuenta que las piernas se habían desprendido de mi cuerpo y mis brazos se movían como alas. Por un momento pensé que me había transformado en ave, pero seguía teniendo cinco dedos y mi esperanza se desvaneció al instante. Fue cinco segundos más tarde cuando sentí todo mi cuerpo húmedo y una oscuridad eterna.
Abrí los ojos, en mi habitación se colaban por entre los huecos de la persiana los primeros rayos del día. Todo el desorden acumulado durante tantas semanas aparecía bañado por un manto de luz tenue, dorada. Al destaparme un escalofrío recorrió todo mi cuerpo hasta hacerme temblar. Mire hacia el techo y, mientras observaba la familiar mancha de humedad, pensé en todo aquel sueño. Me sentí ridículo y cobarde al haber pasado tanto miedo por una simple imaginación mental. Cerré los ojos con rabia para volver a estar delante de la enorme migala y esta vez enfrentarme a ella, pero resultó imposible. No tuvo más remedio que meter los dos pies en las zapatillas y dirigirme a la cocina, pensando que a la noche siguiente dormiría con un insecticida debajo de la almohada, por si acaso volvía a tener una pesadilla como esa.
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