
Solemos recordar a personajes célebres de nuestra cultura por el día de su muerte y no por alguna de sus hazañas personales. Hoy se cumplen 70 años de aquella noche en que una joven escritora catalana abandonaba su hogar, su marido y su hijo para partir al exilio acompañada de su amante y un grupo de poetas. Me refiero a Mercè Rodoreda, nacida el 10 de octubre de 1908 en un barrio acomodado de Barcelona. Mercè contrajo matrimonio a los veinte años con un tío suyo y tuvo su primer y único hijo. Pero Rodoreda no fue nunca una joven burguesa como las demás. Quizá por el amor a la lectura y a la cultura catalana que le enseñó su abuelo en su infancia, quizá por su sensibilidad artística provinente de su madre, Mercè pronto huyó de la monótona vida de casada para dedicarse a su verdadera vocación: escribir.
En 1937, año de su divorcio, Rodoreda ya se había consolidado como una de las escritoras más importantes del panorama cultural catalán tras haber escrito sus primeras novelas y trabajado en diarios y revistas. Por aquel entonces, ya se había convertido en toda una personalidad en la ciudad Condal, donde se codeaba con políticos, periodistas y grandes empresarios. Sin embargo, lo que hizo grande a la escritora de mirada penetrante no fueron sus contactos de traje y corbata, sino sus amistades –o más que amistades– con Andreu Nin y con poetas como Francesc Trabal o Joan Oliver, con los que se instalaría en el château de Roissy-en-Brie.
No sabemos si Mercè hubiese abandonado su tierra si hubiese sabido que no volvería a pisarla en 33 años, lo que si sabemos es que vivió peligrosamente, como ciudadana exiliada de un país en guerra, pero sobre todo, como mujer libre, porque como afirmó por boca de Aloma: “Los únicos paraísos posibles son los perdidos”. Rodoreda era consciente de que la felicidad “tan sólo se recuerda o se añora, pero nunca se consigue”, como le enseñó Joan Oliver, por ello escogió el camino difícil y llevó una vida al límite. La propia autora reconocía en La plaça del diamant que “las cosas eran bonitas, la vida no tanto”, sin embargo, nunca cesó en su búsqueda de la felicidad. Colometa, personaje de una de sus novelas, recordaba “aquel adoquín levantado” mientras discutía con su marido. Rodoreda, como Colometa, rodeada de un mundo en guerra y oprimido, prefirió buscar en los detalles la fuerza necesaria para seguir adelante.
Con su escritura hablada, sus frases cortas separadas por puntos y una tendencia imparable al polisíndeton, Mercè Rodoreda creó un estilo propio, pero es su vida la que la convierte en un símbolo de la mujer culta y libre, porque Mercè fue “una escritora, no una fabricante de novelas”, pero ante todo, fue “una vividora que se guió por el corazón”, según Montse Casals. Por todo ello, al ver una flor amarilla, algunos recordamos aquella dulce sonrisa de la siempre joven escritora catalana que arriesgó todo por saborear la libertad.
En 1937, año de su divorcio, Rodoreda ya se había consolidado como una de las escritoras más importantes del panorama cultural catalán tras haber escrito sus primeras novelas y trabajado en diarios y revistas. Por aquel entonces, ya se había convertido en toda una personalidad en la ciudad Condal, donde se codeaba con políticos, periodistas y grandes empresarios. Sin embargo, lo que hizo grande a la escritora de mirada penetrante no fueron sus contactos de traje y corbata, sino sus amistades –o más que amistades– con Andreu Nin y con poetas como Francesc Trabal o Joan Oliver, con los que se instalaría en el château de Roissy-en-Brie.
No sabemos si Mercè hubiese abandonado su tierra si hubiese sabido que no volvería a pisarla en 33 años, lo que si sabemos es que vivió peligrosamente, como ciudadana exiliada de un país en guerra, pero sobre todo, como mujer libre, porque como afirmó por boca de Aloma: “Los únicos paraísos posibles son los perdidos”. Rodoreda era consciente de que la felicidad “tan sólo se recuerda o se añora, pero nunca se consigue”, como le enseñó Joan Oliver, por ello escogió el camino difícil y llevó una vida al límite. La propia autora reconocía en La plaça del diamant que “las cosas eran bonitas, la vida no tanto”, sin embargo, nunca cesó en su búsqueda de la felicidad. Colometa, personaje de una de sus novelas, recordaba “aquel adoquín levantado” mientras discutía con su marido. Rodoreda, como Colometa, rodeada de un mundo en guerra y oprimido, prefirió buscar en los detalles la fuerza necesaria para seguir adelante.
Con su escritura hablada, sus frases cortas separadas por puntos y una tendencia imparable al polisíndeton, Mercè Rodoreda creó un estilo propio, pero es su vida la que la convierte en un símbolo de la mujer culta y libre, porque Mercè fue “una escritora, no una fabricante de novelas”, pero ante todo, fue “una vividora que se guió por el corazón”, según Montse Casals. Por todo ello, al ver una flor amarilla, algunos recordamos aquella dulce sonrisa de la siempre joven escritora catalana que arriesgó todo por saborear la libertad.
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Pequeño homenaje a una escritora que me encanta y que me ha enseñado muchas cosas de la vida sólo con sus textos.
1 comentario:
Me ha gustado esta forma que has tenido de biografiar a Mercè Rodoreda!
2pa
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